Perdón, perdón, perdón.
No entiendo cómo o de qué manera empieza a crecer la ponzoña, sí la imagino de un color verde vejiga oscuro, (oscuro tiene que ser porque está dentro del cuerpo y el cuerpo hasta que se rompe por algún costado o a logras abrir enormemente la boca, no tiene luz, aunque resulte divertido imaginarle dentro un cableado torpe de lado a lado del estómago, entre luz de navidad decadente y barriada de inicios de siglo, dejándose prestar electricidad de las farolas: pienso que esto explica mucho mejor por qué la gastritis que el porqué de la gastritis), como un petróleo que puede tomar forma de cuerpo y mover la voluntad, o más bien inmovilizarla.
Así, todo el chapapote dentro, pesando, agotando, asfixiando, creciéndole tentáculos a la tristeza que se estiran siempre desde la garganta (de ahí esa sensación de bola o diapasón gigante) y acaban desbordando como un váter, chipirón asfixiado en su lata de pena.
No es de repente, pero sí es precipitado. Como una primavera perversa donde de un día a otro se ha llenado el árbol de brotes fallidos, sin crecimiento, solo una enredadera de penumbra que aísla.
Porque la tristeza es opaca y aísla.
Si la calma es el minimalismo, la tristeza es su horror vacui, pero silencioso, como un basurero enorme que insistimos en enterrar con perfumes, maquillaje y lazos hasta que explota: pum y puaj y au. Caca y llanto y todos a correr, que eso salpica y se pega y no hay toallita del chino que higienice esa herida si nos alcanza. Estampida silenciosa con sonrisa condescendiente.
Cabecita tonta en mitad del abrevadero, la lengua se vuelve ceniza y al levantar un poco de aire se lleva el vocabulario con facilidad. Boca de cenicero mojado: cómo salir de sus dominios.
Entiendo que es de este paisaje de donde salen grandes serpientes de arena o se forjan todas las vallas del romanticismo, picudas y negrísimas como una tormenta iracunda. Porque la tristeza linda con la rabia y comparten esa textura pegajosa, pero a distinta velocidad. La rabia mueve y asoma la dentadura, la tristeza clava.
La cara triste cuando envejece torna patética, no queda halo tuberculoso que sostenga el retrato: ojos como kiwis deformes, golpes sin puño que acartonan, pupilas ásperas.
Pero todo se cansa: la pena pasa y puede incluso hasta olvidarse, aunque queda en algún fondo de los fondos del cuerpo un peso metálico, como una fuerza torpe y paciente que puede volver a volver.
Cansarse no es acabar, es hibernar: la ponzoña sabe.
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Soluciones para la ponzoña
Ya conté en otro pellizco, o en una nota de pellizco o quizá no lo conté aquí pero lo conté en algún desdoble, que en la industria editorial se busca que los libros acaben con la sonrisita dibujada hacia arriba, me parece mal y me parece bien: para qué construir más barrancos sin una cama hinchable al final (bien), por qué obligarse a ese rescate, tapando, evitando, la parte que daña (mal), pero llevo con esta cosa triste de arriba escrita unos días sin saber si tiene sentido compartir la pena verde argh o no hacerlo. Para qué la escritura, sería en verdad la pregunta. Imagino que para encontrarnos, quizá por eso la necesidad de dejar encendida una lucecita ahí, al fondo.
Cuando está la tristeza tristeza a veces hay que decir: va, acá viniste, pues aguantemos un ratito, porque si no viene al ignorarla o posponerla más fortalecida, toda hecha músculo y pantano, como un Hulk con una piel constelada.
Una vez que se acepta y se queda un rato, entonces, entonces sí, hay que abrirle la puerta: enseñarla la ciudad, darle cierta autonomía para que se vaya, que se canse, que ya está bien: entonces sí, los mecanismos para continuar. Algunos que me sirven:
Andar: a veces en silencio, muchas escuchando cosas. Podcast, que es andar como hablando (porque en la escucha se producen diálogos): La estación azul, de poesía, Deforme semanal (o las gritonas, como las llama Paco), podcast que escuchas porque salen escritores a los que sigues: siempre hay podcast esperando. Si la necesidad es de parar la cabeza: música, esa lista que siempre está ahí, que vas cantando por dentro, muy oportuna si va saliendo el sol.
Canciones que siempre bien: de Joe Crepúsculo, de los Punsetes, de Juanita y los feos, estos últimos muy para curarse desde la ira, algo de cumbia alegre o troba cubana.
Colegas: sí, la tristeza te va a decir que te aísles, pero es una forma de quedarse apoltronada, una manera de cuidado miedoso quizá. Amigos aunque cuando estés con ellos sigas teniendo plomo en los ojos. Cómo decir auxilio a los colegas aún no lo sé bien.
Series tontas: sí, pero lo mismo, un rato, no vaya a ser que te fucsien las pestañas.
Libros: no siempre apetece si la tristeza, para mí leer es lo que más me gusta (o de las tres cosas que más) y leo siempre, aunque el momento más complicado es este, pero cuando estás en ellos poco a poco la voz propia se calla y ese silencio es curativo: mirar hacia fuera cura.
En general la respuesta es hacer: buscar música nueva, conciertos, salir a bailar, hacer recetas, vino, movimiento.
*Hemos empezado a tratar a los gatos como adultos, confiando en que se alimenten durante el día: no van mal.
Pues fíjate que yo creo, especialmente en literatura, pero también en cine, que lo que triunfa es la pena, sacar daños, dolores y traumas, y si termina mal -o al menos no bien- mejor. La felicidad está pasada de moda en las artes. Resulta aburrida. Pero la invoco para lo real pequeño, nuestra particular no ficción. Las recetas son estupendas. Hacer.