De dónde la vendimia si somos del asfalto
Mi abuela María, María a secas, cumple años el sábado 12 de octubre, en el día del Pilar, nombre que no lleva por el trauma de su padre al escuchar el nombre completo de su esposa el día del matrimonio: me gusta esta cabezonería del bisabuelo con la información, coincido.
Si tengo que saberlo, quiero saberlo ya, cuanto antes.
Él supo que la bisabuela se llamaba Guillermina frente al juzgado, fueron de esos matrimonios de boda doble, la republicana-civil y la religiosa, pero esto es otro tema: al bisabuelo sólo lo puedo imaginar con pinceladas. En mi cabeza es un hombre alto y flaco, rubio y equino, con orejas de paquidermo, que sabía trabajar con los metales y montó ascensores, imagino que por el centro de Madrid en edificios recios, y aguantó a mi bisabuela y a sus dramas hasta que ya no aguantó más.
Aún tenemos orejas voladoras y una dentadura ansiosa por llegar antes.
En las últimas reuniones familiares la abuela nos cuenta (¿o preguntamos?) cuando el abuelo la buscaba siendo ella muy joven -con esa me voy a casar yo- dice que dijo en la pandilla, amigo de las primas mayores, nos cuenta cómo habló con ellas y luego, mediados del siglo XX, la invitó a café y pastas. Al contárnoslo sus ojos pierden los años y se sonroja. Hay cosas que no nos quiere decir, se le nota el secretismo y cierto orgullo. Guarda lo que le es propio y guarda también la suerte de haber acertado, podía no haber sido así. Imagino que guarda mucho más que no es bonito, pero la memoria y su brillo dulcifican.
Hace casi veinte años que el abuelo no está y ella, en el recuerdo, se ilumina. Al escribir esta frase me doy cuenta del tiempo que hace que no está, el año que viene serán 20 años, aún me cuesta entender que no esté. Sigo pensando en él y me ilusiona contarle cosas, cuando siento ansiedad o miedo hay mariposas que sé que son él. Esto es una chorrada y una certeza: el abuelo no ha estado nunca relacionado con las mariposas, pero hace unos años que las saludo: quizá es por sus colores, como las manos salpicadas de pintura al temple, siempre defensor frente a la pintura plástica (y yo traicionando su memoria en la ferretería de turno, escogiendo colores fuertes en una carta de Pantone), manos-guante-arcoíris. Recuerdo pensar de pequeña, cuando lo veía con las manos del mismo color de la pared (algo más claras, porque el temple al secar sube el tono) que se había enguantado con sus rasgos de actor.
Me pasaría horas recordando cosas de el abuelo, de cuando eran los abuelos, con los veranos madrileños que nos tumbaban en esa alfombra morisca cerca del ventilador, el abuelo contando croquetas orgulloso de nuestra gula, la abuela echándole broncas porque así somos las mujeres de la familia, aguantamos y aguantamos, pero una bronca fácil cae, por lo que sea. Pienso en él como si al hacerlo su bondad fuese contagiosa y pudiera parar el ego, que anda motivado en decirme cosas feas y que no quiere callarse aunque se lo pida, a cabezonería me gana él, el ego, y eso no es fácil, lo reconozco veneno.
Lo agoto a base de memoria incoherente, me centro en leer, acaricio al gato.
El recuerdo epiléptico me interrumpe con colores y sonidos que ya no sé de dónde vienen ni qué necesidad los convoca: recuerdo a mi bisabuela diciendo la palabra vendimia, pero no acabo de entender por qué: mi bisabuela era de asfalto, como lo es mi abuela, como lo es mi madre, como lo soy yo. Sé que no ha debido decir nunca la palabra vendimia, nunca la frase "van a hacer la vendimia", nunca (y eso sí sé que no lo recuerdo) ha esperado a que llegase la prole con el puchero encendido (¿o lo ha hecho?).
Puede ser el recuerdo sintomático de su postura agachada con las piernas en arco dentro de las zapatillas cerradas azul oscuro, toda la vida usando medias. Esa postura que era de las cuestas y del tiempo, que era también heredera del barrio y las distancias. O no, quizá es la parra del patio colándose en el vocabulario, en la cabeza, y en el recuerdo.
Mis hijos no tendrán patio ni tendrán parra, sí una madre rara con la cabeza huidiza, no tierra para jugar.
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Pasa que últimamente estoy en el presente poco y estoy en la memoria por exceso.
No sé si son los 35, las hormonas y una cierta sensación de desconsuelo que me hace buscar en los detalles presentes momentos de hace un tiempo, preguntas que no puedo responder, quizá tiene que ver con la escritura del poemario que irá sobre el barrio y me pone un filtro sepia en la cabeza, no lo sé. Es sencillo enfadarse cuando la memoria te trampea, es muy sencillo enfadarse cuando la puntuación del interés de una temática que te obsesiona es bajo. Es sencillo cuantificar lo que no va bien. Para cuantificar lo que sí cuento los días, asustadiza me escondo. Soy más ratón que nunca.
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Escribo algo que no servirá para el poemario que a saber si será. Soy esta rabia. Lo titulo Hey.
Este libro no es para poetas delicadas, este libro sabe de los gritos, del daño, de portazo-puño a la puerta. Este libro quiere defenderse del pavor, de la redondez del pánico, de los delitos. Este libro es de la hija de los pobres, que siguen siendo pobres, que esperan el desahucio. Este libro es de la hija de los cojos, cada vez más cojos, por siempre desahuciados. A este libro lo han despertado llamándole puta, lo han acorralado, ha sido tocado sin querer ser tocado, dañado en el convencimiento de merecer el daño. La suavidad es un lujo que la vida decide. La suavidad forzada, una decisión que puede salvarnos. Este libro acciona la suavidad, no la compasión, no la tolerancia. La suavidad es la verdad cuando intentas cuidarla. La verdad es inasible pero sabe de las caricias y del corte. Llorar hasta cagarse encima es este libro. Vomitar hasta darse la vuelta el cuerpo, como un plumas reversible, esto es este libro. Barrio, pobreza, daño: no es nada nuevo, pero continúa. No hay un observador en este libro: el libro se empapa de olor a feria y carne podrida. Esto es este libro. La valoración estética es la del zarpazo, similar al olor de un matadero. Este libro ha sido tocado con las manos de la maldad, llevaban grasa de conejo y carcajeaban. Las manos de la maldad, como la maldad, también estaban asustadas. Este libro está asustado, pero le puede el cabreo. Cabrearse y decir son este libro. Patalear, patalear, patalear. Puntuadores de la pulcritud, no es para ustedes este libro.
*La imagen es la ilustración original para la portada de Intentar la casa, collages realizado con fachadas de casas antiguas de Tetuán y de la Ventilla y el amarillo sangre de los edificios a mitad.