Casi dos semanas sin ordenador.
Matizo, sin ordenador de mesa. Había por allá un portátil que pillé en su momento para cuando me fuese de viaje poder escribir y que en realidad se usa para que Paco enchufe, sin demasiado éxito, los partidos a la tele y juegue con los colegas a un juego de mesa del Señor de los anillos y que, por no usarlo nunca (y tampoco irme de viaje a escribir) no contiene nada de mi rutina y es ajeno, raro, cacharro con mi contraseña y poco más.
Nunca he sabido acostumbrarme a los teclados planos del portátil, tampoco a la postura que provoca.
No es que la mía de por sí mejore mucho la de un armadillo alérgico, es posible agacharse en cualquier silla y a cualquier altura, incluyendo mi uno cincuenta y uno de persona, pero por lo que sea no logro entenderme con ese bicho plano y futurista y tecleo con bastante fuerza el teclado de Logitech, el mismo modelo que compro cada vez que se estropea o se cae de suciedad de pelos de gato, con su cable, nada inalámbrico ni luminoso.
Este traqueteo convencido y seguro sí lo entiendo, la sensación de que suena lo que hago y la velocidad o el deseo pueden acompañar a ese hacer —o la desgana si se trata de buscar cosas que se estomagan como un nido de pelos primaverales en el sumidero de la ducha— como cierto diapasón u oxígeno. Es algo así, la respiración de la rutina.
Cuando era una persona con un trabajo de ocho horas diarias en contrato, muchas más en la práctica, me aferré al ordenador de mesa: empezó entonces la desamortización de lo perenne y nos hacían a todos ir y venir con el portátil que siempre se atontaba un poco al lanzar las imágenes a la pantalla y se quedaba con la boca abierta, esquinado, compartiendo espacio de mesa, mientras simulaban tener un ordenador completo, grande, ergonómico o algo así. Yo, enana hasta en el tamaño del útero, luchaba a base de post-it para que esa torre llena de imanes permaneciese: dos años de cadáver anunciado hasta que no logré que me aceptasen la obsesión. Tardé poco en irme de allí, ante esa falta de fidelidad a la fortaleza del ordenador de mesa, con su torre asmática reinando.
Y ahora en casa: casi dos semanas sin el taconeo de los dedos, plin plan plin plan escribiendo casi nada que tenga sentido o continui ta tá ta tá. Con la mano buscando el ratón, pinchando un universo inexistente y oscuro, de constelaciones de polvo y alguna gota antigua de café.
Dos semanas donde Instagram me ha seducido con todas las cremas posibles, celulitis y contorno de ojos, llamándome dinosauria y mayor, dos semanas de noticias donde la edad dice plin plin ta tá y yo me sé vestigio coqueta de la costumbre.
Es raro el tiempo: pasa que pasa pero no pasa porque al recordar tenemos el tiempo que teníamos antes de que pasara y a la vez no, joder, a la vez no. Es confiable, terriblemente fiel y confiable, mi modelo de teclado de más de quince años de compromiso y eso es raro: ya ni el callo de escribir cogiendo mal el boli es el mismo, lo reconozco pero está en unas manos distintas, de nudillos más marcados y poros visibles, como el cinturón al que se le marcan las dobleces.
Veo un vídeo de Cortázar donde dice que de los gatos le gusta la dignidad.
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Dejo reposar este texto otra semana y media.
Qué hacer cuando quieres recoger lo cotidiano y se te escapa. Sabía que quería decir algo cuando comencé a hablar de mi dinosáurica naturaleza y entonces, entonces se escapó ese algo. Esto también tiene que ver con la escritura, una coreografía que de repente el cuerpo en blanco, el pie derecho que debía moverse alegremente se ha quedado colgando de la postura del movimiento como una patata pocha a la que le empieza a salir una vida más allá. Algo así pasa con la escritura, se escapa de los dedos y muchas veces vuelve cuando no la puedes apuntar: para cogerla con clavitos como una mariposa disecada y triste surgió la tecnología.
Ahora mismo mi cabeza es un tetris de fechas y trucos nemotécnicos muy tontos, algo así como una mesa con varios fortificaciones de naipes que en cualquier momento pluf.
Dónde está la dignidad de los años, ¿en seguir teniendo gatos? Eh, dime, Julio, eh, dónde.
Se mantiene en este desorden a test diario los recuerdos que asaltan cuando las cosas no eran fáciles tampoco, pero no imaginaba que podían ensuciarse algo más, como si por dentro tuviese una fábrica de tabaco silenciosa y solo ahora, casi 36 años de cuerpo continuado, comenzase a hacerme toser.
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¿Conté ya por aquí mi obsesión laxa el año pasado con los dinosaurios?
Laxa por poco rigurosa, a cualquier crío le hubiese parecido insuficiente y a mí también: no me aprendí todos los nombres aunque sí leí sobre fósiles encontrados, hice poemas (eso duró más de un año) y empecé a alucinar con la multitud de cosas con forma de dinosaurio que el consumo me sugería y que adquirí: pijamas de dinosaurios para adolescentes (no haber crecido mucho tiene a veces sus ventajas), globos para 2 y 4 años que adornaron mi único cumple en un establecimiento (yo meto a la gente en casa normalmente: viene la que cabe y es convidada a croquetas, en el bar también hubo croquetas de casa) que este año ya no existe, peluche de dinosaurio hecho por mi suegra (sigo enamoradisca de un peluche de dinosaurio que hay en el chino de La lonja) con su llavero a juego y mi propio llavero metálico iridiscente de dinosaurio, calcetines, múltiples pendientes.
De enana me fascinaba Piecitos (creo que eso ha salido ya en este pellizco) y de alguna forma querer parar el tiempo me llevó a eso. Ahora mismo me siento un poco fósil en ámbar y la pulsión dinosáurica ha parado, a los 36 les quedan un par de semanas pero parece que han pasado milenios desde el cumpleaños anterior. Es curioso cómo son los meteoritos de la vida común, devastan pero en silencio.
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Dejo este poema del dinosaurio que tiene más dientes que sus coetáneos y además es escocés.
Los huesos de Brighstone
Porque eres diferente nos haces diferencia a los demás,
28 dientes casi como 28 letras cuando cabe el llanto
en el abecedario de las diminutas dichas,
de los hechos,
todo remite siempre a la estructura:
en tu boca de herbívoro febrero,
la nariz abotargada de azúcar se hace rugosa,
tú, vivo borrachín que encarga un viernes
alcohol de mala hierba macerada
de un árbol, de un arbusto,
un chupito de helecho y a empezar.
Y lo haces los lunes
y los martes y los jueves lo haces otra vez
y sueles al final hacerlo ya a diario,
descansas sólo un día,
cristianamente,
descansas solo un día:
rumiar se rumia en casa
y nos cansa, también,
todo llega a cansar en cualquier época.
Mediano dinosaurio de ocho metros,
te delatan los rasgos algo toscos,
nos pasa igual en las familias:
los ojos no son de papá,
tu pelo pelirrojo no es de aquí
y ya es la diferencia señalética
porque nos sobran dientes
y el oxígeno a la nariz hace un sendero.
La raza nos delata,
no cabe cirugía que te acepte
en tribus que conozcas hasta hoy,
sucedes:
tus huesos nos confiesan.
En el cretácico temprano de Reino Unido
ya había un escocés,
tu fósil cantarín
cruzando las llanuras,
haciendo un, ¡ay!, de duende escurridizo,
huido en la Isla de Wigth,
perdido un poco al sur,
disimulando.