La escritura alegre, de orco y gramínea.
La casita de Hansel y Gretel hecha de ibéricos, jamón, cecina, mojama con almendras, un sendero de queso azul: ese ecosistema.
Mi escritura no es alegre, tiene a veces sus puntitos graciosos, cierta sorna hacia una, no lo sé.
El silencio se genera desde ahí: para qué hacer un nuevo bosquecito de letras si está lleno de rastrojos, arena y grisalla. Por eso tiene más sentido el lenguaje del cubismo, te hago coctelera y sombras, un poco en el tapiz.
La literatura que leo no es alegre y a su vez, me gusta cuando me río, no necesariamente alegre. Me gusta la palabra alegre, pesa más de lo que debe y el sonido de GRE la descubre orco y gramínea.
No entiendo la escritura desde el drama doloroso y en cambio, ¿puedo escribir desde otro sitio? Tuve la suerte de escuchar la conversación de Luz y Salomé y hablar de las teselas que habitan en el Mosaico de Barr(i)o Movedizo en comparación a otro poemario, casi simultáneo, de esta última. Luz hablaba de que es necesario que cada libro proponga algo nuevo, quizá las obsesiones sean las mismas, pero deben ser registros nuevos, de riesgo, de juego.
En la escritura de otros puedo jugar con el dibujo. Colé en ese imaginario de Carabanchel a un Bukowski en cordón umbilical con Artaud, ¿quién sería la enfermera que cortase la habladuría de estos viejos? Imagino a Merini: estos son mis jueguitos, los de la boca desdentada y la baba rápida.
Yo a Bukowski lo tenía mucha manía y luego lo leí más: hay escrituras a las que quieres coger de la mano y decir: todo estará bien. Al hacerlo la mano se descubrirá garra, no hay suavidad ante la certeza, azufre de pis de gato.
Pienso eso mientras las escucho hablar de escribir cada vez desde un riesgo nuevo y yo, con esta tendencia a corregirme y flagelarme tan bien heredada de la bruja, pienso que qué aburrida soy, que más incendios, que más algarabía. ¡Basta el drama!, digo dramáticamente.
Cuando hay mucho escrito que nadie lee el miedo es atroz. Cuando hay mucho escrito que nadie lee tampoco pasa nada (y creo, me dicen, que tampoco si lo leen, ¿no se enquistan las preguntas?), pero las inseguridades se formulan desde el ácido: qué sentido escribir más cuando como lectora tengo demasiados libros haciendo cola y ganas de dormir.
De nuevo, esta escritura de jengibre en la boca.
Los López Montero O'Hara sabemos de la ruina. Quiero escribir que sabemos de algo más, de los papelitos de colores de las fiestas y no me viene la palabra confeti a la boca: olvidar lo alegre es sencillo, una de las canciones que aullábamos de niñas era el Pueblo Blanco de Serrat, la canción comienza diciendo: colgado de un barranco duerme mi pueblo blanco.
Entiendo este texto como una disculpa hacia las piñatas y los ganchitos naranjas: cómo lograr la escritura de piruleta verde en la boca.
Escribo esto cuando sale un libro O'Hara este octubre, aunque el siguiente sea mordaz y un poco venenoso, reconozco los inéditos más O'Hara de nuevo: tengo bolígrafos de dinosaurio, los uso, tengo calcetines de dinosaurio, los uso, también pendientes y cosas tontas que, claro, también uso: es un jurásico alegre, colorido, como si al llenar todo de criaturas imposibles que asoman algún dientecito pudiese cambiar la escritura, divertirla.
Si no puedo echar de menos la infancia de papel pintado a jirones, ¿cómo puedo construir un parque de bolas? En cambio, coincido con Luz, quiero hacerlo: escribir diferente, juegos nuevos. Un parque de bolas de colores (¿bocaditos de queso de cabra con crocanti de pistachos?) y la casita de Hansel y Gretel hecha de ibéricos, jamón, cecina, mojama con almendras, un sendero de queso azul: ese ecosistema.